Cuento de Otoño: Un día diferente

Aquel hombre se levantó al filo grisáceo del amanecer como venía haciéndolo consecutivamente los últimos cuarenta y dos años de su vida. Solamente que aquel día había introducido alguna variante en sus ya casi mecánicos movimientos, tal como evitar los carraspeos ásperos de la nicotina rebelde en el dormitorio.

Para intentar no perturbar el plácido sueño de su consorte, salió sigilosamente a la terraza y, una vez cerrada la puerta, ejercitó la operación de deshollinado de sus bronquios.

Ya camino del autobús, el solar que inevitablemente tenía que cruzar para llegar a la parada, no le pareció tan deprimente como de costumbre. Los desechos, muebles desportillados, electrodomésticos oxidados, escombros y papeles bailando al antojo del aire no le produjeron aquella sensación de repugnancia con que siempre comenzaba la jornada.

En los muebles arrumbados que algún día ocuparan un sitio en alguna vivienda, percibió como un residuo del calor del hogar al que habían servido.

Los escombros le parecieron la consecuencia de alguna obra de albañilería y los comparó a las virutas que desprendía el torno que manejaba en la fábrica cuando construía un útil.

Parecía como si en sus retinas llevase puesto un mágico filtro de color rosa.

En el autobús, tuvo gestos de comprensión para con aquéllos que con la mueca amarga de la última copa de cazalla obstruían el paso insolidariamente, quizá pensando en el suplicio de diez o doce horas de náuseas.

Tuvo incluso palabras de disculpa y comprensión para quien al ir a tomar un asiento, le puso los dos pies, le empujó e hizo caer sus gafas al suelo.

En el bar donde tomaba el primer café, no protestó cuando el dependiente le ignoró por completo, sirviendo a los que iban llegando después de él. Cuando por fin el camarero notó su presencia, dio las gracias, apuró de un largo sorbo su café, pagó y dejó una parte de la vuelta en el platillo.

Llegó a las puertas de la fábrica y se detuvo ante la portería. Desde allí podía contemplar la larga cuesta que llevaba al vestuario y al inevitable reloj del fichaje.

Entonces, por su mente, pasó como en una película el espectáculo de las máquinas rugiendo, los materiales esperando ser transformados, las hojas de instrucciones, la cola de compañeros en el comedor, las vigas descarnadas, los tacos negros alquitranados, y... mil cosas más.

Sonreía. Su semblante presentaba una expresión seráfica. Pasaba el tiempo. se acercaba la hora del comienzo de la jornada.

De repente, nuestro hombre reaccionó y. «tomando tierra», miró al reloj sin la angustia de la puntualidad, se llevó un pitillo a la boca y al ir a encenderlo, dudó un instante, y con un movimiento enérgico arrojó el pitillo a una papelera; seguidamente hizo lo mismo con el encendedor y la cajetilla mediada de cigarrillos. No volvería a fumar. Su salud era demasiado importante para afrontar su nueva situación.

Giró su mirada hacia el oeste de la ciudad. A través de las moles de edificios intuyó el Parque de El Retiro, enfiló en aquella dirección. Iría andando hacia el parque a sentir crujir bajo sus pies las primeras hojas caídas del otoño.

Era su primer día de jubilado.